jueves, 5 de noviembre de 2009

Día XXXI

Kuyén

Soy un guerrero, siempre lo he sido. Mi padre me enseñó todo lo que sé, todo lo que necesito para sobrevivir. Al menos eso pensaba, hasta que mi propia hija Kuyén, a sus tan solo 4 años de edad, me dio una lección de supervivencia que nadie mas podría haberme dado.

Cada semana debo ir de cacería para alimentar a mi familia. Me ausento por algunas horas del hogar, las jornadas no suelen ser largas, y aunque extraño mucho a mi mujer, siempre viajo con la ilusión de volverla a ver, y a mi regreso esa ilusión siempre se convierte en una hermosa realidad.

Cuando nació Kuyén, se sumó angustia y ansiedad a esa ilusión, pero también se duplicó la hermosa realidad.

Una vez al año, debemos viajar a tierras lejanas a cumplir misiones para el Rey. Es aquí donde se me parte el alma cada noche. Las batallas durante el día me mantienen ocupado, soy un guerrero y de los mejores, mi concentración y dedicación en cada misión son las claves para el éxito de mi tropa. Pero al llegar la noche todo cambia, bajo el silencio de las estrellas ni el escandaloso canto de grillos es capaz de mitigar el aullido de mi corazón intentando volver.

Nada me hace sufrir mas que la partida y nada me regocija mas que el regreso. Y ese conjunto es el que me llena de energía para cumplir mi misión, sobretodo cuando, como hoy, empieza la segunda mitad del viaje. Lo había intentado todo para tratar de paliar esa angustia pero sin éxito, hasta que Kuyén una noche antes de partir me abrazó, me miró a los ojos y mientras yo le explicaba que tenía que salir a un lugar lejano por unos días y que estaríamos separados por muchos kilómetros durante ese tiempo pero que mi corazón se quedaría en casa cuidándola a ella y a la mama... ella simplemente elevó su mirada a la oscuridad de la noche, y señalando con su pequeño índice a la Luna me dijo: "Papá, ¿esa misma Luna se ve a donde tu vas?... Entonces no estaremos tan lejos ¿no?" De pronto mi visión de inmensidad cambió, me sentí tan pequeño en un Universo tan grande que los kilómetros de distancia que hay entre nosotros se volvió insignificante.

Desde entonces cada noche miro la Luna y cual espejo del mundo, soy capaz de encontrar en ella el reflejo de Kuyén, de mi esposa, de nuestro hogar. Sin importar donde me encuentre, como dijo sabiamente Kuyén, la Luna que nos abraza cada noche es la misma.

Y entonces supe por que al nacer le pusimos por nombre Kuyén.

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